6 de febrero de 2017

4. 'Passengers'



Si nos pusiéramos estupendos, podríamos afirmar que Passengers reformula el viejo asunto bíblico del Génesis, que rezaba aquello de que “no es bueno que el hombre esté solo”. La diferencia es que aquí, en lugar de ser Dios quien crea a Eva para acompañar a Adán en el mundo, es Chris Pratt quien se permite el lujo de jugar a ser Dios para “crear” a Jennifer Lawrence.
Una nave espacial viaja con cientos de personas hacia un planeta lejano con el fin de iniciar su colonización. Durante el viaje, una de las cápsulas de hibernación sufre una avería. Como consecuencia, un pasajero despierta noventa años antes del final del viaje. La desolación que sufre el protagonista ante la perspectiva de vivir hasta el final de sus días en aquella nave, rodeado de personas anónimas con las que jamás podrá interactuar, como en una suerte de cementerio viviente, le lleva a tomar una decisión difícil: forzar el despertar de una de las pasajeras de la que se ha ido enamorando mientras a diario contemplaba su rostro a través de la cápsula o visionaba su vídeo biográfico.
Las implicaciones éticas de esta decisión son evidentes. ¿La desesperación justifica el derecho del protagonista a arruinar la vida de otra persona? ¿Con qué derecho, Jim Preston se arroga la voluntad de decidir sobre el destino de Aurora Lane (nótese el simbolismo del nombre) y arrastrarla con él a una vida que no ha elegido, cuya única perspectiva es la soledad más absoluta y la privación de libertad?

El problema de la película es que, con un material argumental tan potente entre las manos, acaba perdiéndose en los clichés de la comedia romántica. Sólo en los minutos previos a la capital decisión, cuando Jim es un robinsón galáctico que trata de superar el tedio y la soledad a través de los servicios que ofrece la nave (para delicia de los amantes de los gadgets futuristas), y mientras se produce el debate interno sobre su decisión final, la película adquiere interés. Después, todo decae. Ni la aventura espacial con las consabidas averías de la nave que ponen en peligro la integridad de la misma y que heroicamente tendrán que reparar los personajes (un remedo descafeinado de Gravity) ni la causa por la que la cápsula de Jim se avería (el tráiler nos engaña prometiendo complots de más enjundia) ni el happy ending inverosímil y edulcorado, ayudan al paulatino declive de la cinta. 

Fernando Parra Nogueras
Nota: 5

1 de febrero de 2017

3. 'Silencio', de Martin Scorsese


Para su nueva película, Martin Scorsese se ha basado en la novela homónima del japonés Shūsaku Endō (1923-1996), a cuya calidad como escritor hay que sumarle la peculiaridad de su condición de católico en un país donde el cristianismo apenas lo profesa un 1% de la población. Narra las vicisitudes de dos jóvenes jesuitas portugueses en el Japón de mediados del siglo XVII, país cuyas autoridades persiguen y reprimen brutalmente cualquier práctica religiosa distinta del budismo oficial. A Ambos misioneros les mueve el empeño de buscar al padre Ferreira (Liam Neeson), que en otro tiempo liderara la labor evangelizadora en el país asiático y del que se dice que, tras apostatar, vive casado e integrado en la sociedad japonesa. El ascendente con que el padre Ferreira influye en los dos protagonistas, les lleva a una peligrosa misión cuyo objetivo es desacreditar tales rumores porque en ese desmentido cifran ambos el afianzamiento de su fe.
Más allá de la constatación de la penosa clandestinidad cristiana en Japón, de su cruel hostigamiento o de la dicotomía entre apostasía y martirio, la película reflexiona sobre otros aspectos mucho más interesantes.
En primer lugar, es insoslayable acercarse al exotismo de una religión como la cristiana trasplantada a las remotas tierras japonesas. Los japoneses católicos practican una suerte de sucedáneo híbrido, donde se mezcla el sustrato cultural nipón, preñado de elementos que el cristianismo canónico calificaría sin dudar de paganos, con una interpretación de las Sagradas Escrituras que, a la dificultad del idioma, suma una insuperable incompatibilidad que nace de la propia concepción del mundo japonés, de su propia ontología, que está presente hasta en los propios resortes del lenguaje. Barreras que el ejercicio intelectual de una persona formada podría salvar pero que se antoja imposible cuando hablamos del pueblo llano y analfabeto. Esta realidad nos lleva a dudar, primero, de la legitimidad de las misiones cristianas, obcecadas en llevar la fe a pueblos que ya practican su propio credo, en un ejercicio de aculturación claramente cuestionable; pero también a la utilidad de tamaño esfuerzo, cuyo producto final es una adulteración donde el milagro de los panes y los peces se hace con arroz y sushi.
En segundo lugar, la cinta plantea los límites de la fe. Cuando los jesuitas son apresados y se niegan a apostatar, son otros quienes sufren las consecuencias, esos otros que son fieles al ejemplo de los dos misioneros y que prefieren ser torturados o morir antes que renunciar al Dios cristiano sobrevenido. El empecinamiento de los misioneros se antoja entonces ilegítimo porque carga con la muerte ajena y porque ya no se sabe si esa obstinación responde a la defensa de una religión o más bien a un esfuerzo egoísta de no quebrantar los pilares y certezas que sustentan sus vidas.
Directamente relacionado con lo dicho anteriormente, aparece el tema de la idolatría. Las autoridades japonesas obligan en la ceremonia de apostasía a pisar una imagen sagrada grabada sobre una piedra. Es un acto simple, una mera formalidad, un protocolo que, en modo alguno podría hacer pensar a nadie –tampoco al propio inquisidor–, que en ese gesto, el cristiano esté renunciando verdaderamente a su fe. La terquedad de no pisar la imagen de Jesús acaba siendo, ella misma, una desvirtuación de la propia fe cristiana, más atenta al respeto icónico que a la experiencia íntima de la fe, esta sí, inquebrantable. Es la priorización de la forma sobre el contenido de una religión.
Desde el punto de vista meramente cinematográfico, no me resisto a parafrasear algunos hallazgos enormemente sugestivos que el maestro Celso Hoyo ha encontrado en su análisis, como los planos aéreos del inicio de la película, que simbolizarían la compañia divina, cuando ésta aún no ha sido cuestionada, en contraste con los planos a ras de suelo de las escenas de las torturas, desde la perspectiva desamparada del hombre en su soledad y abandono, cuando el cielo sólo ofrece silencio. También son destacables algunos guiños al cine bíblico que contribuyen a la deconstrucción de su mitología en la carne de unos personajes que no pueden ni saben ser redentores ni tan siquiera de sí mismos.
Existe cierta desproporción entre el aplomo interpretativo de Leam Neeson o de Yosuke Kobukuza y la corrección, sin más, de Adam Garfield y Adam Driver.

Y es un acierto la falta de banda sonora, que hace honor al título de la película, ese silencio aplastante de un dios al que se clama y no responde.

Fernando Parra Nogueras

Calificación: 7