1 de febrero de 2017

3. 'Silencio', de Martin Scorsese


Para su nueva película, Martin Scorsese se ha basado en la novela homónima del japonés Shūsaku Endō (1923-1996), a cuya calidad como escritor hay que sumarle la peculiaridad de su condición de católico en un país donde el cristianismo apenas lo profesa un 1% de la población. Narra las vicisitudes de dos jóvenes jesuitas portugueses en el Japón de mediados del siglo XVII, país cuyas autoridades persiguen y reprimen brutalmente cualquier práctica religiosa distinta del budismo oficial. A Ambos misioneros les mueve el empeño de buscar al padre Ferreira (Liam Neeson), que en otro tiempo liderara la labor evangelizadora en el país asiático y del que se dice que, tras apostatar, vive casado e integrado en la sociedad japonesa. El ascendente con que el padre Ferreira influye en los dos protagonistas, les lleva a una peligrosa misión cuyo objetivo es desacreditar tales rumores porque en ese desmentido cifran ambos el afianzamiento de su fe.
Más allá de la constatación de la penosa clandestinidad cristiana en Japón, de su cruel hostigamiento o de la dicotomía entre apostasía y martirio, la película reflexiona sobre otros aspectos mucho más interesantes.
En primer lugar, es insoslayable acercarse al exotismo de una religión como la cristiana trasplantada a las remotas tierras japonesas. Los japoneses católicos practican una suerte de sucedáneo híbrido, donde se mezcla el sustrato cultural nipón, preñado de elementos que el cristianismo canónico calificaría sin dudar de paganos, con una interpretación de las Sagradas Escrituras que, a la dificultad del idioma, suma una insuperable incompatibilidad que nace de la propia concepción del mundo japonés, de su propia ontología, que está presente hasta en los propios resortes del lenguaje. Barreras que el ejercicio intelectual de una persona formada podría salvar pero que se antoja imposible cuando hablamos del pueblo llano y analfabeto. Esta realidad nos lleva a dudar, primero, de la legitimidad de las misiones cristianas, obcecadas en llevar la fe a pueblos que ya practican su propio credo, en un ejercicio de aculturación claramente cuestionable; pero también a la utilidad de tamaño esfuerzo, cuyo producto final es una adulteración donde el milagro de los panes y los peces se hace con arroz y sushi.
En segundo lugar, la cinta plantea los límites de la fe. Cuando los jesuitas son apresados y se niegan a apostatar, son otros quienes sufren las consecuencias, esos otros que son fieles al ejemplo de los dos misioneros y que prefieren ser torturados o morir antes que renunciar al Dios cristiano sobrevenido. El empecinamiento de los misioneros se antoja entonces ilegítimo porque carga con la muerte ajena y porque ya no se sabe si esa obstinación responde a la defensa de una religión o más bien a un esfuerzo egoísta de no quebrantar los pilares y certezas que sustentan sus vidas.
Directamente relacionado con lo dicho anteriormente, aparece el tema de la idolatría. Las autoridades japonesas obligan en la ceremonia de apostasía a pisar una imagen sagrada grabada sobre una piedra. Es un acto simple, una mera formalidad, un protocolo que, en modo alguno podría hacer pensar a nadie –tampoco al propio inquisidor–, que en ese gesto, el cristiano esté renunciando verdaderamente a su fe. La terquedad de no pisar la imagen de Jesús acaba siendo, ella misma, una desvirtuación de la propia fe cristiana, más atenta al respeto icónico que a la experiencia íntima de la fe, esta sí, inquebrantable. Es la priorización de la forma sobre el contenido de una religión.
Desde el punto de vista meramente cinematográfico, no me resisto a parafrasear algunos hallazgos enormemente sugestivos que el maestro Celso Hoyo ha encontrado en su análisis, como los planos aéreos del inicio de la película, que simbolizarían la compañia divina, cuando ésta aún no ha sido cuestionada, en contraste con los planos a ras de suelo de las escenas de las torturas, desde la perspectiva desamparada del hombre en su soledad y abandono, cuando el cielo sólo ofrece silencio. También son destacables algunos guiños al cine bíblico que contribuyen a la deconstrucción de su mitología en la carne de unos personajes que no pueden ni saben ser redentores ni tan siquiera de sí mismos.
Existe cierta desproporción entre el aplomo interpretativo de Leam Neeson o de Yosuke Kobukuza y la corrección, sin más, de Adam Garfield y Adam Driver.

Y es un acierto la falta de banda sonora, que hace honor al título de la película, ese silencio aplastante de un dios al que se clama y no responde.

Fernando Parra Nogueras

Calificación: 7